viernes, 24 de mayo de 2024

Un hecho simbólico

Si se analiza fríamente los hechos de la Revolución Francesa, se puede decir sin temor a cometer un gran error, que fue una revolución frustrada. Aquello de libertad, igualdad, fraternidad, no se impuso en el mundo occidental de manera automática como podría suponerse al tomar lo que dicen historiadores y sociólogos que establecen dicho suceso como fin de la edad media. Nada más lejos de la realidad: aquellos ideales aun en nuestros días están lejos de verse alcanzados. Muchas luchas hubo y habrá y es muy probable que dichos ideales nunca lleguen a cumplirse. Pero hubo un hecho simbólico y real que, aun sin habérselo propuesto, marcó el cambio de era: el asesinato de Luis XVI. Cuando el frio metal de la guillotina separo la cabeza del cuerpo del ex monarca, algo quedó en evidencia: después de todo, no eran divinos los seres que decían serlo. A pesar de ser los representantes de Dios en la tierra, cuando la guillotina caía sobre sus cuellos, les pasaba lo que a todos los mortales: morían. Al igual que Jesús en la cruz, Luis XVI no pudo hacer nada para evitar su destino. Ese violento hecho significó el fin de lo simbólico, en cuanto al poder se refiere. Después vendrían Napoleón, Waterloo, la restauración, y un sinfín de luchas por el poder, pero una cosa nunca más volvería a ser como era antes: la relación entre el soberano y lo divino. En ese pequeño gran hecho está, quizás, el único éxito concreto de aquella sangrienta revolución.

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