viernes, 11 de febrero de 2011

Extractos de Historia del ojo de Bataille

No amaba lo que se llama ‘los placeres de la carne’ porque en general son siempre sosos; sólo amaba aquello que se califica de ‘sucio’. No me satisfacía tampoco el libertinaje habitual, porque ensucia sólo el desenfreno y deja intacto, de una manera u otra, algo muy elevado y perfectamente puro. El libertinaje que yo conozco mancha no sólo mi cuerpo y mi pensamiento, sino todo lo que es posible concebir, es decir, el gran universo estrellado que juega apenas el papel de decorado.
Corté la cuerda, pero ella estaba muerta. La instalamos sobre la alfombra, Simona vio que tenía una erección y empezó a masturbarme. Me extendí también sobre la alfombra, pero era imposible no hacerlo. Simona era aún virgen y le hice el amor por vez primera, cerca del cadáver. Nos hizo mucho mal, pero estábamos contentos, justo porque nos hacía daño. Simona se levantó y miró el cadáver. Marcela se había vuelto totalmente una extraña, y en ese momento Simona también. Ya no amaba a ninguna de las dos, ni a Simona ni a Marcela, y si me hubieran dicho que era yo el que acababa de morir, no me hubiera extrañado, tan lejanos me parecían esos acontecimientos.
Que Simona se haya atrevido a orinar sobre el cadáver por aburrimiento o, en rigor, por irritación, prueba hasta qué punto nos era imposible comprender lo que pasaba, aunque en realidad tampoco ahora es más comprensible que entonces.
La joven, totalmente ebria, hacía entrar y salir con violencia la gran verga erecta entre sus nalgas, por encima del cuerpo, cuyos músculos crujieron entre nuestros formidables tornillos. Simona apretó entonces con tanta fuerza que una sacudida aún más violenta distendió el cuerpo de su víctima; sintió el semen chorrear en el interior de su culo. Soltó su presa y cayó postrada por el tormentoso gozo.
Simona se divertía haciendo entrar el ojo en la profunda tajadura de su culo y acostada boca arriba, levantó las nalgas y trató de mantenerlo allí por simple presión del trasero, pero el ojo salió disparado, como un hueso de cereza entre los dedos, yendo a caer sobre el vientre del muerto, a pocos centímetros de la verga.
Hay en cada hombre un animal encerrado en una prisión, como un forzado, y hay una puerta: si la entreabrimos, el animal se precipita fuera, como el forzado, encontrando su camino; entonces, y, provisionalmente, muere el hombre; la bestia se conduce como bestia, sin ningún cuidado de provocar la admiración poética del muerto. Es en este sentido que puede verse al hombre como una prisión de apariencia burocrática.